viernes, 7 de diciembre de 2012

La última y nos vamos

Juan Manuel Márquez es un boxeador diferente en muchos aspectos. Principalmente tiene la característica de embellecer el encordado. Tiene cierta aura que ilumina lo que es dentro del ring: un tipo que piensa, que sabe cómo moverse, que escucha su propio ritmo.



Entonces descubrimos que los momentos de dolor [...]

Son también permanentes

Y tienen permanencia igual a la del tiempo.

T.S Eliot


El pasado está cubierto por las corrientes de la acción
El boxeo no está exento de ser visto como un deporte para pobres, y es, en alguna medida, cierto. No conozco a un campeón que no haya tenido la calle como epicentro para su aprendizaje; un cross, enganches, movimiento de cintura contra un adversario: tu propia sombra. Ejemplos hay cientos de ellos, Mike Tyson es un caso particular. Un tipo paranoico, depresivo e inseguro, criado entre Brownsville y Crown Heights no puede estar lejano de “adoptar” un comportamiento distinto, de sobrevivencia. Es difícil no desconfiar del mundo cuando el mundo te ha pateado la cabeza o te ha tupido con un bate en las costillas.

A principios de la década de los años setenta el asentamiento de una población ya urbana en el corazón de Iztapalapa implicó una ocupación de las tierras con fines industriales y habitacionales; fermentó un boom migratorio que empujó a la creación de unidades familiares de bajo costo. Arquitectura-manufactura para la periferia, donde las islas citadinas eran consumidas poco a poco por el entubamiento de los ríos y los canales.

Nunca como en esos años Iztapalapa registró un índice tan elevado de hacinamiento, y la situación, por naturaleza propia, hizo de la zona una retícula delictiva y peligrosa. Hoy, uno de los tantos lotes con forma de trapecio colinda con la Unidad Deportiva Iztapalapa y la Cabeza de Juárez. En uno de esos lotes es donde una familia conformada por más de siete integrantes compartió las contusiones de una región antiguamente dedicada a la vida agrícola hoy industrializada, y que cuenta con problemas severos de abastecimiento de agua, de violencia y pauperización notables. Anclada entre los ejes viales de Canal de Tezontle y Canal de San Juan, persiste la Unidad Habitacional Ejército Constitucionalista, que desemboca en una suerte de trinidad escolar que se derrite en el cachondeo de las minifaldas de las preparatorianas: el Colegio de Ciencias y Humanidades-Oriente, el CETIS número 57 y el Conalep número 196. No hay cultivo pero sí una explosión demográfica que orilla a su más de millón y medio de habitantes al nomadismo, a la ida y vuelta del comercio informal, y a ser parte de una comunidad autoconsumida y regguetonera que se llama a sí misma “flotante”.

No dejo de pensar en la cantidad de basura que se encuentra en cada una de las esquinas de esta unidad habitacional. Mi cabeza no tiene la suficiente fuerza para concentrarse y creer que aquí, entre botellas de caguamas, empaques de condones, comida echada a perder, jeringas, latas de solvente y decenas de bolsas de Sabritas, creció el que hoy es el mejor libra por libra mexicano. Decir “creció aquí” es un eufemismo. La calle dibuja una línea entre el cielo y esto, entre la puerta que cobijó los primeros veintitrés años de vida de Juan Manuel Márquez Méndez y el masticado tabú de la sobrevivencia en un barrio en el que si no bailas, te bailan, porque los dioses aquí no bajan a dar ayuda. Si no es por la fortaleza de las piernas o la capacidad nata que se tenga para acertar un puñetazo en la quijada del otro; entonces eres el bailado, y ni siquiera el que baila con la más fea. Al principio y al final nadie gana. Aquí es así. Así funcionan los días en la Unidad Habitacional Ejército Constitucionalista, los dominios de la infancia, y desde entonces se aprende a defender el terreno con las habilidades más elementales: un par de puños y una estrategia.

El pasado es una manera de contragolpear el presente
Hace treinta y nueve años, un 23 de agosto de 1973, Rafael Márquez Enríquez y María de la Luz Méndez acudieron a la Unidad de Medicina Familiar Número 28 Gabriel Mancera del Instituto Mexicano del Seguro Social, en la colonia Del Valle. Nadie imagina cuál ni cómo será el futuro de las personas, por lo menos, hasta que ciertos rasgos de carácter comienzan a dibujarse y desnudan de a poco algunas capacidades. El trazo es una línea sin rumbo y el cálculo apenas se antoja geométrico; la misma línea que lo representa funciona como una disposición mental benévola y moral. Que aquel día de otoño en el Distrito Federal el joven apenas nombrado Juan Manuel tenía ya sobre su espalda el peso infinito de la derrota, una primera equis marcada en la frente, mucho menos expresiva que las máscaras utilizadas para cubrir una vergüenza a futuro, fue el impulso que lo orilló a descubrir que existe también una “vergüenza estética”, por decirlo de alguna forma.

El niño que a los ocho años de edad se vio en el centro de la sala de su casa haciendo a un costado el comedor para hacer espacio y así probar lo que era un jab, lo que era un cruzado de izquierda, dando un firmamento a sus piernas cortas para que esa disposición del espacio le diera a él un primer apodo, el “Francotirador”, que ampara la ciencia y el arte del boxeo. Un francotirador representa con fidelidad la precisión. Tiene una sola oportunidad para dar al objetivo. Recibir un disparo bien dirigido tiene una consecuencia fatal, pero única, y es de sobrevivencia, y el boxeo tenía ya en los puños de Juan Manuel a uno de sus mejores prospectos, el joven que a los diecisiete años mudó del recto derecho a la explosividad de la dinamita. Lo era y lo es. Juan Manuel el “Dinamita” Márquez reafirma el acto de autodeterminación de su personalidad en el encordado, explotar después de haber sido dominado, dar la vuelta, caminar hacia atrás, llevar el ritmo de las contiendas. ¿Dije sobrevivencia? ¿Acaso otra persona podría pensar en dejar de hacerlo?

El boxeador no sabe contar historias. Eso lo puedo notar. Le cuesta trabajo esgrimir una serie de verbos distintos para explicar con sus propias palabras y su ritmo lo que es el boxeo. “Qué importa”, me respondo a mí mismo, sé que no le interesa hacerlo porque lo suyo es distinto a lo mío. A veces pienso en las equidades de los triángulos, cada lado es idéntico a otro, cada espacio que se abre y cierra, pero eso no puede ayudarme a salvarme. También pienso si Juan (que sabe de números, es contador público), en el momento en que me mira con fijeza a los ojos, reflexiona sobre el área de combate que ha pisado desde los doce años, desde que su primer entrenador José Luis Lara comenzara a ver en él ciertas habilidades, buena técnica y dedicación; y después Rafael Rojas continuara la labor hasta hacerlo campeón de los Guantes de Oro. La zona de combate en la que han transcurrido los momentos más trágicos y felices de su vida. Juan me dice que no hay instante más doloroso que aquel de saberse física y mentalmente el mejor, y que un par de errores e imprecisiones te lleven del otro lado, con la balanza de la Justicia en tu contra. Lo entiendo.

Al centro de la sala de su nueva casa hay un jaguar disecado que proyecta la fortaleza y velocidad que Márquez guarda debajo de su chamarra negra. Sé le ve que está cansado, necesita dormir. Pero antes, Juan me habló acerca de su disciplina y constancia. La sala, por lo menos con once personas en ella, no daba una atmósfera de comodidad: espacios vacíos, un comedor blanco para más de veinte personas, una puerta corrediza que da al jardín y decenas de bocinas incrustadas en cada esquina de la casa, sin pasar por alto el par de colmillos de marfil que acompañan cada uno de los costados de un sillón rojo. “El boxeo es para mí prácticamente todo; te da alegría y te da tristezas, satisfacciones, es algo excepcional; dicen que el boxeo es una técnica, es el arte de pegar sin que te peguen”, dice Juan, y anota: “hay que ser disciplinados. A diario me levanto a correr a las cuatro de la mañana; es por eso que a esta hora (son las ocho y pico de la noche) el sueño me vence”. Líneas previas hablaba de cargar con el peso infinito de la derrota desde muy joven. Juan Manuel sabe que Javier Durán fue quien inició con esta serie de “vergüenzas”. Lo llamo así porque noto en la mirada de Juan una especie de dolor por recuperar victorias que han sido suyas, una manera de querer regresar al inicio de los tiempos con la carga de la experiencia a cuestas. “Claro que me acuerdo de su nombre, con Durán debuté y qué crees: ¡Ganamos!, pero a él le dieron la pelea”. ¿Cuántas veces no he escuchado esta frase de la boca de Márquez? Por eso veo en él un ciclo como un eterno retorno. En su primera batalla le robaron, en la última que tuvo, también.

Juan Manuel Márquez es un boxeador diferente en muchos aspectos. Principalmente tiene la característica de embellecer el encordado. Tiene cierta aura que ilumina lo que es dentro del ring: un tipo que piensa, que sabe cómo moverse, que escucha su propio ritmo. Hace de los minutos del combate una eternidad, porque el goce de este deporte radica en aprender a mirar su contragolpeo. En perspectiva, Márquez se diferencia de casi todos los boxeadores mexicanos: definidos por su agresividad, marcados por la fuerza que los hace salir desde el primer round a aniquilar a su oponente. El “Dinamita” filtra al espectador una sensación de pureza y perfección en sus combinaciones, me atrevo a decir que entre toda la adrenalina que genera verlo en combate “JuanMa” crea una atmósfera de control total: la bestia que está arriba liándose a golpes toma el poder de las doce cuerdas.



¿Por qué es tan importante para el “Dinamita” esta cuarta pelea contra “Pacman”? Mucho se ha escrito sobre los boxeadores que están en el culmen de su carrera y no saben en qué momento retirarse. Lo vimos hace poco con el fabuloso Erik “El Terrible” Morales. El cuerpo de Juan Manuel está en su mejor momento, él se siente cómodo y tranquilo con la preparación que ha tenido, se siente “fuerte, concentrado, veloz”, como lo expresa; “Pacquiao es muy rápido, su pegada es muy fuerte, pero él no ha aprendido a descifrar mi boxeo”. Y le pregunto: “Juan, ¿ganarás esta cuarta pelea?”. Su movimiento corporal me dice que hay una serie de situaciones que él no puede poner bajo control, sus ojos, sin embargo, apuntan a que existe una esperanza, pero no deja de ser contagioso el escepticismo de Márquez, quien también ya debutó como escritor con el libro Yo sí le gané a Pacquiao, una serie de apuntes y consejos motivacionales. Sé que el azar es una apuesta por todo lo que ha sucedido antes, y es probable que este 8 de diciembre en Las Vegas, Pacquiao meta en problemas al “Dinamita”. Lo que será justo para los aficionados al boxeo será ver una vez más una batalla épica entre dos hombres que se conocen, que se saludan, son cordiales, se abrazan en las conferencias de prensa, se ofrecen regalos… En el fondo, dos atletas tirarán combinaciones para deshacerse uno del otro, pero nada apunta a algo más real que el retiro de Márquez si es derrotado, ya veremos cómo se ajustan las cosas.

Libra x libra
La carrera de un boxeador se construye sobre el dolor. Así como la de Rocky Graziano, así como la de Mancini. Hay boxeadores que reciben terribles golpizas. Les llaman camorreros. A los que se cortan al primer puñetazo les llaman sangrantes. Basta ver una pelea del “Travieso” Arce para saber de qué hablo. Y existen boxeadores finos que hallan en la estrategia un horizonte de posibilidades para vencer a su oponente con inteligencia. De este tipo de boxeadores es Juan Manuel Márquez, quien tiene como virtud la paciencia. Es ya un lugar común decir que es un contra-golpeador, que acecha, que va minando a su rival, que piensa arriba del encordado. Pero, ¿cuál es el dolor mayúsculo de Márquez, ese veneno ruidoso en su corazón? La respuesta está en el apellido que lleva un filipino. Sabemos que la ficción volcaría sus herramientas al ver a Márquez arriba en las tarjetas. Quizá la ficción no se haya equivocado en la tercera pelea entre “Dinamita” y “Pacman”, pero cuando los jueces quieren ver otras cosas simplemente ven otras cosas.


Promocional del documental “Libra por libra”
Como aficionados y seguidores del boxeo también sabemos que hay otros puntos de vista. Hay una premisa: “no es el espectáculo público, ni el combate en sí, sino el periodo de riguroso entrenamiento que conduce a él lo que exige la mayor disciplina”, que me orilla a pensar que el director Rodrigo León (su ópera prima La vida es turbia) y el productor Diego Medellín partieron inconscientemente de ella para filmar el documental Libra x libra: La historia de Juan Manuel Márquez, y que obedece en cierta medida a que “el artista percibe cierta afinidad, aunque oblicua y parcial, con el boxeador profesional en este aspecto del entrenamiento. La fanática subordinación del ser a un destino deseado”. ¿Cuál es ese destino que perfila León? Puede ser el sistemático cultivo del dolor en este deporte que se traza como un proyecto de vida personal. Juan Manuel Márquez es visto por la cámara como un hombre exitoso a pesar de que en sus tarjetas lo único que lo ha podido llevar a alcanzar esa cima es la derrota, que, en sus palabras, define como “un aliciente, las ganas de no dejar las cosas ahí”, el esfuerzo y anhelo de ser persistente día a día, bajo una disciplina ortodoxa, casi militar. Son dos años invertidos en seguir la vida del boxeador mexicano donde se cuenta la historia personal y profesional del “Dinamita”, y donde se toca, con una postura imparcial, la rivalidad que existe arriba del ring con Manny “Pacman” Pacquiao.



Es interesante el perfil que León logra cubrir de “JuanMa”. Libra x libra no frecuenta voces más íntimas, más familiares, que pudieran dar algunas pistas de quién es Juan Manuel Márquez; por supuesto, todo más allá de lo dicho en entrevistas por el mismo boxeador. Sin esta serie de testimonios que ubicarían más al documental como la recuperación de un retrato titánico e inabarcable, León privilegia un contexto mucho más contemporáneo, más inmediato, mediático y veloz: el mundo del boxeador y del boxeo concentrados, así como el tiránico mundo económico de este show nocturno llamado boxeo. Bob Arum es la guía principal que da al espectador una idea mucho clara, pero apenas sugerida, de por qué Márquez no ha derrotado en las tarjetas al “Pacman”, y la voz de Nacho Beristáin puntúa con tonos lúdicos el carácter combativo del entrenador. Libra x libra se olvida del tono cojo y cansado de este deporte que es el del “todo por el todo”, y a costa de lo que sea. Considero que León lo hace porque ve un reto importante al encontrarse con un púgil que es por mucho distinto a todos los demás boxeadores; Márquez sabe que para ganar en el encordado primero hay que ganar en la vida y no al revés.

Resulta curioso que la idea de hacer el documental naciera a partir de la pelea que Márquez hizo en noviembre de 2010 al enfrentar al australiano Michael Katsidis. Esa noche del 28 de noviembre de 2011 Márquez padeció la misma historia: fue derribado en el tercer episodio por un potente gancho de izquierda conectado a su mandíbula. Y nuevamente, como un Lázaro posmoderno, resurgió de lo que parecía ser un rival fácil para el australiano. Así que Katsidis fue noqueado en el noveno asalto. León vio la misma pelea que yo, y encontró en la personalidad de Juan Manuel no sólo a un boxeador sino a un esteta. Una partícula de contemplación que sólo puede verse cuando el ojo percibe los detalles de una batalla.

Con Libra x libra, producida por Diego Medellín, con música de Antonio Tranquilino y fotografía de Ernesto Rosas, el cine mexicano comienza a interesarse y adentrarse de nuevo en el boxeo, que si bien ha tenido presencia con largos y cortos recientes como La Guerrera de Paulina del Paso y Los últimos héroes de la península de José Manuel Cravioto, aún está lejos de explotar las historias y colores que ofrece este deporte, sus personajes, sus gimnasios, su tradición escrita y oral que está detrás de la boca de cada madre que ve a uno de los suyos subir al ring para llevarse unos pesos.

Puede verse que la esencia de la forma es el movimiento
En casa apunto la dirección de mi puño izquierdo contra la gobernadora. Cada disparo es una nueva frustración, intensa; podría ser mejor el impacto, más conciso y claro; su sonido debe viajar y ser más veloz que el golpe previo, como el zumbido que produce un disparo. Cuando apunto mi puño izquierdo contra el círculo blanco resuena en mi cabeza la mecánica concreta de mi cuerpo. En ella están los látigos que luego explotarán contra las cajas torácicas. La gobernadora tiene una confección basada en polipiel y relleno de espuma de alta densidad. La polipiel hace el efecto de que creas que en realidad rompes la quijada de alguien, aunque tu zurda sea tan débil como la de un poeta. En la cabeza los segundos no transcurren, el tiempo no existe. Eres frente a un pedazo de polipiel el ejemplo vil de alguien que posee una filosofía, o peor aún, una religión. El espejo no deja mentir, uno y otro golpe contra el círculo ajusta las cuentas de recibir otro tipo de puñetazos. Sé que el boxeador real los recibe a diario, y que el enclenque imitador apenas sufre una molestia en sus nudillos deja la tarea para el médico. El contacto más físico está aquí y ahora listo para ejercitarse en el allá y el después, en el momento del combate. Son las once de la mañana de un sábado de noviembre. La mecánica concreta de mi cuerpo parece brillar, el sol da de lleno a la habitación donde pulo mi recto de izquierda, la acción y el movimiento natural de mis pies y mi cintura es el epicentro, de eso estoy seguro. Es posible que mi memoria, mientras exista este punto al cual transformar por la fuerza impactada en él, se vea reducida a una contemplación estética de ver hundido mi puño en el perfeccionamiento. ¿Cuántos minutos llevo aquí? ¿En cuántos segundos Márquez acabaría conmigo con una simple combinación suya?

*Este texto se publicó por primera vez en el periódico semanal La Semana de Frente 79. Agradecemos a sus editores el habernos permitido publicarlo en EsquinaBoxeo.com


No hay comentarios: